Marchaba
despacio, con paso firme. Atravesaba las calles y avenidas, las horas y los
días, para llegar en el momento indicado, a la hora señalada. No quería llegar
antes, ni después. Quería estar justo a tiempo.
Mientras dejaba atrás las primeras
hojas muertas y el ayer, entendía que, entre más cerca estuviera, más solo y
desnudo estaría (porque las hojas y el pasado iban cayéndose).
Andaba buscando la manera de no
irrumpir bruscamente como el viento o el recuerdo, temía que el encuentro fuera
abrupto y que te asustaras como un ciervo que escucha cerca el crujir de las
ramas y que prefiere huir.
Por eso vacilaba y ya no sabía si
estaba aún a tiempo de llegar. Incluso, cuando miraba hacia atrás y veía todo
lo que había dejado –una alfombra de hojas secas y muchos años sin reconocer–,
dudaba de lo que hacía allí, por qué estaba aquí.
Pero traía regalos para ti: unas
pocas hojas verdes, sin leer; y algunos dulces pasados.
Y cuando estaba frente a tu casa, yo
tampoco sabía quién estaba tocando a tu puerta. No sabía si le estabas abriendo
la puerta a un año más de vida, al otoño o a mí.
21
septiembre 2012
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