Música

jueves, 14 de marzo de 2013

NOVELA DISTÓPICA DE LA SUAVE PATRIA (INACABADA)


Sonaron las trompetas. La estruendosa melodía atropellaba el insulso canto de las aves que provenía de la oquedad de la madera y también de algunas ramas capaces de soportar la gravidez de los pájaros: era la señal que anunciaba el comienzo del día. Las nubes alfombraban el cielo hasta que los rayos de sol aspiraron el horizonte y comenzaron a rasgar los cristales con su luz; royeron con sus incisivos cada centímetro cúbico de sombra que se interponía entre ellos y su destino final: el rostro de Alberto Monroy. Aletargado (abotargado*) y con modorra, finalmente abrió sus ojos que recibieron ese embate de luz y que terminaría por despertarlo. Saltó de la cama porque se le había hecho tarde; no tuvo tiempo de desperezarse. Corrió a la regadera para enfriarse y deshacerse del cálido sueño que lo había cobijado aquella noche. Se trataba de un encuentro con una joven que había conocido en su adolescencia y que siempre le había parecido muy linda y simpática; mejor dicho era un reencuentro. Tras haber bebido unos cuantos tragos, caminaban de noche por las calles de la ciudad mientras se ponían al tanto de sus vidas después de tantos años. Llegaban al apartamento de él y, apenas cruzado el umbral de la puerta, ella se había apresurado a bajar la bragueta de su pantalón mientras él le levantaba el vestido y le bajaba las bragas. Ella se había puesto de hinojos para proseguir con el ritual y comenzaba a lamer la flaccidez de su amante que cedía el paso a una rigidez monumental. Entonces, en el justo momento en que terminaba aquella espasmódica* fruición, Alberto Monroy abría sus brillantes ojos negros —más que para entregarse al paroxismo, para constatar que ya había amanecido—. Salió de la ducha rápidamente; se afeitó, se vistió y se calzó los lustrosos botines negros que, junto con el pantalón y la casaca verde, siempre caracterizaron a la clase militar. Estaba listo para pasar revista, alcanzó su tocado bordado con las tres franjas verticales correspondientes a su rango, y bajó todavía con desgarbo al patio central. 
Mientras todos los elementos del regimiento se daban presente, el teniente coronel* Alberto Monroy recordaba el ahora estúpido sueño que había tenido esa noche. «Ya no eres un adolescente, Alberto. No es posible que sigas soñando esas pendejadas cursis a tu edad.» Pensaba el teniente Monroy que, en ese entonces, tenía poco menos de cuarenta años. Le faltaba muy poco tiempo para cumplir con los años de servicio que las fuerzas armadas le demandaban: después de veinte años enlistado en el ejército, podía retirarse o seguir con su carrera militar según le conviniere. Él ya tenía suficiente con lo que había hecho y deshecho a lo largo de casi dos décadas, así que poco o nada le importaba el protocolo marcial de cada día, por lo que se permitía ese tipo de divagaciones superfluas concernientes a sus sueños y otras banalidades de las cuales sacaba conjeturas bastante sosas* e incipientes. 
Cuando terminaba el pase de lista, el teniente Monroy demandaba a los encargados del día sobre las novedades que pudieran presentarse en el cuartel. Ante la eterna negativa sobre alguna noticia, se quedaba unos minutos parado donde se encontraba y parecía escrutar cada uno de los soldados, como si esperase descubrir alguna irregularidad o anomalía con el personal que le diera pie para excusarse con los demás —y con él mismo— y refugiarse detrás de sus papeles y su escritorio en las oficinas centrales del regimiento.

Es un poco tarde, lo sé, la historia a mí también me parece muy buena y quisiera seguir narrándola, pero es imperante que mencione que, precisamente, se trata de una historia, un relato nacido de mi imaginación y que, por ende, se trata de una ficción. 

31 julio 2012

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