Sonaron las
trompetas. La estruendosa melodía atropellaba el insulso canto de las aves que
provenía de la oquedad de la madera y también de algunas ramas capaces de
soportar la gravidez de los pájaros: era la señal que anunciaba el comienzo del
día. Las nubes alfombraban el cielo hasta que los rayos de sol aspiraron el
horizonte y comenzaron a rasgar los cristales con su luz; royeron con sus
incisivos cada centímetro cúbico de sombra que se interponía entre ellos y su
destino final: el rostro de Alberto Monroy. Aletargado (abotargado*) y con
modorra, finalmente abrió sus ojos que recibieron ese embate de luz y que
terminaría por despertarlo. Saltó de la cama porque se le había hecho tarde; no
tuvo tiempo de desperezarse. Corrió a la regadera para enfriarse y deshacerse
del cálido sueño que lo había cobijado aquella noche. Se trataba de un
encuentro con una joven que había conocido en su adolescencia y que siempre le
había parecido muy linda y simpática; mejor dicho era un reencuentro. Tras haber
bebido unos cuantos tragos, caminaban de noche por las calles de la ciudad
mientras se ponían al tanto de sus vidas después de tantos años. Llegaban al
apartamento de él y, apenas cruzado el umbral de la puerta, ella se había
apresurado a bajar la bragueta de su pantalón mientras él le levantaba el
vestido y le bajaba las bragas. Ella se había puesto de hinojos para proseguir
con el ritual y comenzaba a lamer la flaccidez de su amante que cedía el paso a
una rigidez monumental. Entonces, en el justo momento en que terminaba aquella
espasmódica* fruición, Alberto Monroy abría sus brillantes ojos negros —más que
para entregarse al paroxismo, para constatar que ya había amanecido—. Salió de
la ducha rápidamente; se afeitó, se vistió y se calzó los lustrosos botines
negros que, junto con el pantalón y la casaca verde, siempre caracterizaron a
la clase militar. Estaba listo para pasar revista, alcanzó su tocado bordado
con las tres franjas verticales correspondientes a su rango, y bajó todavía con
desgarbo al patio central.
Mientras todos los elementos del regimiento se daban presente, el
teniente coronel* Alberto Monroy recordaba el ahora estúpido sueño que había
tenido esa noche. «Ya no eres un adolescente, Alberto. No es posible que sigas
soñando esas pendejadas cursis a tu edad.» Pensaba el teniente Monroy que, en
ese entonces, tenía poco menos de cuarenta años. Le faltaba muy poco tiempo
para cumplir con los años de servicio que las fuerzas armadas le demandaban:
después de veinte años enlistado en el ejército, podía retirarse o seguir con
su carrera militar según le conviniere. Él ya tenía suficiente con lo que había
hecho y deshecho a lo largo de casi dos décadas, así que poco o nada le
importaba el protocolo marcial de cada día, por lo que se permitía ese tipo de
divagaciones superfluas concernientes a sus sueños y otras banalidades de las
cuales sacaba conjeturas bastante sosas* e incipientes.
Cuando terminaba el pase de lista, el teniente Monroy demandaba a los
encargados del día sobre las novedades que pudieran presentarse en el cuartel.
Ante la eterna negativa sobre alguna noticia, se quedaba unos minutos parado
donde se encontraba y parecía escrutar cada uno de los soldados, como si
esperase descubrir alguna irregularidad o anomalía con el personal que le diera
pie para excusarse con los demás —y con él mismo— y refugiarse detrás de sus
papeles y su escritorio en las oficinas centrales del regimiento.
Es un poco tarde, lo sé, la historia a mí también
me parece muy buena y quisiera seguir narrándola, pero es imperante que
mencione que, precisamente, se trata de una historia, un relato nacido de mi
imaginación y que, por ende, se trata de una ficción.
31 julio 2012
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