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sábado, 22 de septiembre de 2012

LA PARADOJA DE SCHRÖDINGER


En la física cuántica el observador altera el experimento porque el simple hecho de observarlo reproduce el fenómeno incorrectamente, ya que en su estado natural carece de observador. Por lo anterior, si no se quiere alterar el fenómeno, sólo podrá explicarse mediante especulaciones.
            Así pues, tenemos una caja cerrada que contiene en su interior un gato, un detonador con cincuenta por ciento de posibilidades de activarse; y, si se activa, permite que un veneno se esparza y mate al gato. Para verificar si el gato está vivo o muerto, se necesita que el observador abra la caja y confirme el estado del gato. Sin embargo, esto es imposible –como ya se dijo– en la física cuántica porque modificaría el experimento. De esta manera, sólo están permitidas las especulaciones sobre el estado del gato; entonces se dice que el gato puede estar vivo y muerto a la vez.
            Subsecuentemente, si se quisiera abrir la caja, podrían ocurrir dos cosas: encontrar al gato vivo o encontrarlo muerto. Recordando que el estado del gato –hasta antes de abrir la caja– es vivo o muerto, tenemos que si el gato está vivo al abrir la caja, antes pudo estar vivo o muerto; y si el gato está muerto al final, su estado anterior debió ser vivo o muerto.
            Si el gato está vivo al final, no resulta extraño que el gato haya estado vivo; pero lo bizarro es que pudo estar muerto y que después revivió. Y la otra posibilidad (que el gato esté muerto), también tendría los mismos estados que la posibilidad anterior. En este caso, el gato pudo estar muerto antes de abrirse la caja y siguió muerto al abrirla; pero, del mismo modo, pudo estar vivo en algún momento y morir al instante de mirar dentro de la caja.
            Con todo esto quiero decir que algunas situaciones amorosas son como la paradoja del gato de Schrödinger: si los sentimientos fueran el gato, antes de abrir la caja, éstos estarían vivos y muertos al mismo tiempo. Pero, al momento de observar estos sentimientos, pueden estar vivos o muertos. Si los sentimientos están muertos al abrir la caja y observarlos, puede argumentarse que anteriormente pudieron estar vivos y que se abrió demasiado tarde la caja; también que sólo se haya tenido la ilusión de que estuvieran vivos, pero que en realidad siempre estuvieron muertos. Y además está la otra posibilidad, que al abrir la caja los sentimientos estén vivos y que probablemente no existían sino hasta que se abrió la caja, o que siempre existieron y al abrirla se confirmó la existencia de éstos, con lo que se da pie para proseguir con la empresa amorosa. 

LA INCOMUNICACIÓN


Mucho antes de que el hombre primitivo pintara en las paredes de las cuevas; mucho antes de que el hombre nómada intentara alentar a sus compañeros para que no se dejaran vencer por las condiciones del clima en aquellos tiempos; mucho antes, por supuesto, de que las tribus se establecieran en algún lugar y comenzaran a dictar sus leyes; mucho tiempo antes de que pasara todo esto, el hombre tuvo que enfrentarse al problema de la comunicación.
Tanto las imágenes, las palabras y los textos –recordando, también, que no hay que perder de vista el lenguaje mediante señas– son herramientas de la comunicación.
Sergio Fernández, en su ensayo “La comunicación del bien”, retoma precisamente este problema, y, a través de La Celestina tomada como ejemplo, plantea la siguiente tesis:
“Creemos, no obstante, que para una historia de los sentimientos, es imprescindible declarar, al de la comunicación, como el problema fundamental del libro por ser el [problema] que marca su modernidad.”
            Sin embargo, como ya se ha enunciado al principio de este ensayo, el problema de la comunicación es un problema inherente al hombre desde sus orígenes; no sólo está presente en la obra de Fernando de Rojas, sino en innumerables obras literarias y demás.
            Se dice que los temas en la literatura no son más de diez: la vida, la muerte, el amor, la avaricia del poder, entre otros. Todos estos temas parecen ser los problemas que la humanidad no ha podido resolver y que, mediante la ficción, trata de ensayar –y por ende resolver– los temas y situaciones que le han amedrentado.
            En el caso particular de la literatura amorosa, se puede observar un mayor número de obras donde “todos vivieron felices por siempre”. Dentro de las obras de amor no consumado, existen varios motivos por los que la relación entre los personajes es imposible. Uno de estos motivos es el de la incomunicación. Desde Romeo y Julieta, tal vez antes con Píramo y Tisbea, hasta el último best-seller que hable de amor, se desarrolla la historia amorosa, mas siempre ocurre algo que, por falta de comunicación, obliga a tomar decisiones “inverosímiles” y arriesgadas que terminan afectando la relación de los amantes y ésta no se puede consumar.
            Así pues, el problema de la comunicación en la literatura amatoria siempre será vigente y es algo que se abordará en distintas épocas de diversas maneras; y hasta que se logre resolver este problema, quizás pueda prescindirse de esta literatura meliflua y azotada. Incluso resolver o explicar todas las inquietudes y angustias del hombre para que deje de hacer literatura y se aprecie el silencio que está de fondo. 

martes, 18 de septiembre de 2012

LO QUE YA NO ES


Desde que se enunció la primera palabra
de este libro
Desde que se ensució por primera vez 
el aire con sonidos
Desde que el tiempo aprendió a correr
y la esperanza a no morir
Desde entonces tengo pavor de nombrar
los momentos contigo
de decirte efímeras palabras que mañana diré
a alguien más
Desde entonces todo lo que yo
hijo de Adán
creo conocer
todo lo que comienzo a nombrar
empieza a concentrarse en letras mudas
que hacen de la palabra
una burbuja de cristal
diáfana y frágil  liviana y densa
que no deja escapar su esencia
a menos de que se rompa
y ya no sea. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

DE LOS COCHES Y LOS CAMINOS


Actualmente el viaje en coche es mucho más cómodo que en otros tiempos; se prescindió de las bestias y del cochero: ahora cualquier persona capaz de pagar un vehículo puede disfrutar de su trayecto, sin importar cuán lejos esté su destino.
            Sin embargo, si se toma la ciudad de México como ejemplo, este viaje en coche pasa a convertirse, de una agradable experiencia, en un complejo martirio por culpa del tráfico, de las inundaciones y demás consecuencias de la lluvia, entre otros.
            Pero hay que ir más lejos (en varios sentidos). Mientras en la ciudad la gente se queja del mal estado de las calles –y aquí debe añadirse el problema de los baches–, en el campo, esta misma gente reprocharía los caminos pedregosos.
            Alguien –tal vez un amigo de Montaigne– alguna vez dijo que la lectura es otro tipo de viaje. Es decir, la lectura puede transportar de un lugar a otro: la lectura es el vehículo; el autor (o alguna de sus obras), el camino.
            Para ejemplificar lo anterior, es necesario entender algunos ensayos de Montaigne como un camino pedregoso del que distintas personas se quejan porque sus vehículos –su lectura– saltan en algunas partes del trayecto, y eso hace que el volante, la dirección hidráulica y el eje de las llantas pierdan su rumbo fijo; así pues, el lector se molesta. Incluso en estos tiempos se encuentran autores cuya escritura es una vía rápida, mas otros tantos lectores despistados caen en los baches que el mismo escritor puso en ese camino. Para que quede más claro, aquí están las analogías de Volpi y Montaigne.
            Se ha dicho que la escritura de Montaigne es pedregosa porque hay saltos en la lectura; estos saltos son las referencias –en su mayoría del mundo clásico– que Montaigne emplea para conducir a algún lado o, también es posible, a ninguna parte. De la misma manera, Jorge Volpi, por ejemplo, transporta a sus lectores por medio de una autopista que no está exenta de baches e irregularidades; porque estos baches son las referencias que el autor maneja: teorías físicas, químicas; temas biológicos, históricos. El uso de estas referencias resultará incomprensible para un lector neófito, y ocurrirá lo mismo que con Montaigne: se tendrá la sensación de devaneo a través de sus páginas, lo cual resulta chocante para algunos y ameno para otros.