Música

viernes, 22 de junio de 2012

UNA TAZA DE CAFÉ





A la salsa de soya y al arroz

Preparar un café es como hacer el amor: un arte, un proceso manual y cognitivo para crear algo, para hacer de dos cosas materiales y antagónicas –como un líquido y un sólido– algo digno de beberse, de hacerse, de tomarse; para poder tomarlo, hay que dedicarle tiempo y cuidados, a fin de que se pueda saborear con fruición una mañana soleada de domingo o de lunes o de cualquier otro día de la semana. Para preparar un café —y, consecuentemente, hacer el amor—, primero se necesita sembrarlo, es necesario ensuciarse las manos para sepultar los granos en la tierra, como si no importara qué tan hondo o qué tan grande o qué tan húmedo o qué tan solitario, qué tan vacío sea el lugar donde se depositan los esperanzadores gránulos de esa esencia y sentir ontológicos tan importantes en la vida del hombre; todo se deposita —incluso la confianza está enterrada— bajo tierra, junto a la futura plantita de amor, con el anhelo de que en la época de cosecha haya crecido y se hayan desprendido algunos de sus ínfimos frutos cariñosos y febriles. 

     Una vez que se han recolectado los granos de café —oh, infausta prueba de amor—, hay que tostarlos, ponerlos en contacto directo con las llamas; después molerlos, triturarlos, hacerlos añicos —casi polvo, casi nada— para capturar su olor, hacer propia su esencia, atraparla dentro del saco para café que es la vida. 

     Privar de su libertad al café y al amor parece ser un acto egoísta, es cierto, pero, en estos casos –donde los que han trabajado por ello buscan aprisionar la esencia de la vida– hasta el egoísmo es un humanismo; además de que se trata de una labor que se realiza, en primera instancia, en solitario, en el propio huerto donde nadie, más que uno sólo, puede profanar la tierra de pensamientos que se abona con grandes cantidades de emociones y pesares, a fin de que la tierra, esa vega del pensamiento, no se torne yerma. 

     Ya cuando se tiene la cosecha, los propios granos de café molidos –y, por analogía, el amor propio– todo se vuelve más fácil, pues únicamente hay que desplazarse hasta la cocina integral, lavarse las manos y poner a calentar agua en un pocillo. Por eso preparar un café es como hacer el amor, porque después de la interminable espera para que se caldeen las aguas –para que el café sea consciente que su destino está en volverse uno con el agua– viene la mezcolanza de líquidos y solutos, olores y conciencias, presencias y sabores; todo se mezcla. En el pote concurren las aguas sexuales predilectas e hirvientes; del bolso de café se hurtan dos cucharaditas de todo lo anterior que dijimos que se asemejaba a la elaboración del amor propio, para dejarlas caer en los dominios ardientes del agua y colidir hasta disolverse, a veces con ayuda de la misma cucharita alcahueta que lo arrojó al acuoso infierno amatorio, invadiendo –a pesar de que podría reconocer su derrota en aquel reino jugoso– y transgrediendo la diafanidad, la pulcritud del agua que se colorea al instante con la secreción de aquellas minúsculas partículas de amor que se esparcieron por todo el líquido en el recipiente, como abrazándolo, como asiéndolo, como haciéndolo suyo en el campo de batalla que es el pote, la taza, el lecho, el mundo entero –por que, después de todo, eso del amor y del café siempre es una guerra contra el otro y contra el tiempo–; consecuentemente, una vez que cesa la batalla en la tibia cerámica, arriban los lácteos retoños (o retoños lactantes) al lecho amoroso: la leche y la crema también son partícipes del convite para aderezar la unión del café con las humedades, del agua con las partículas alcaloides, para hacer más sabrosa la alianza entre el mezquino sabor del líquido y el amargo saber del sólido; y si con esto no bastara, se acude al azúcar tradicional para acendrar cualquier anomalía en la amalgama de la ya reconocida estirpe de amantes: con apenas una cucharita y media de sus terrones cristalinos, el líquido y el sólido se quedan en dulce paz, uno junto al otro –o más bien, el uno en el otro– como si descansaran después de su noche de bodas… 

     Pero, como siempre ocurre, el tiempo llega, filoso y presto, al encuentro de los amantes y enfría todo, desde adentro hacia afuera: apacigua todos los jugos que bullían dentro del lecho cerámico –incluso éste, su hogar, se torna más frío que el mármol de Carrara– y arroja sus gélidas caricias que calan hasta lo más profundo de la esencia del café, que ya se antoja desabrido, desamparado, irremediablemente finito. Y todos estos estragos también conciernen a la leche, a la crema, y al acre sedimento del azúcar. Por eso preparar un café es como hacer el amor. Porque a pesar de todo el esfuerzo realizado para agasajarse con las sustancias alcaloides y amatorias, el tiempo, que también es un cuchillo que tasajea cruentamente, congela toda posibilidad de sempiterno goce. Éste es el irreversible destino de una taza de café –y, por añadidura, del amor– si no se bebe a tiempo. 

     Realmente se trata de un arte la preparación del amor, bien cargado de ricas sustancias, pues se ha involucrado toda destreza, física y mental, para, por ejemplo, contener el agua en el pocillo sin que se riegue cuando hierve, para diluir la cantidad deseada (mas no desmedida) de amor en el amante, para mezclar las sustancias con un ritmo apacible, y para alimentar el ferviente deseo mientras se endulza el amor, que al tiempo penetra en las fosas nasales con su aroma a café. Sin embargo, algunos prefieren deslindarse de todo proceso artístico –metafísico u ontológico; humano por perfectible, divino por ominoso– y acuden, ciegos y desastrados, al incipiente café de máquina o al anodino caldo de Starbucks.

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