Carmen prepara el desayuno: huevo con jamón;
calienta leche y agua para café; pone la mesa para ella y su hijo. Santiago,
baja a desayunar, grita Carmen mientras parte un poco de fruta que toma de la
canasta ubicada cerca de la estufa, donde
hierve el agua para su café. Santiago tarda en bajar y lo hace con
desgarbo; deja cuidadosamente su mochila en la puerta de la cocina sin que se
note una cartulina doblada por la mitad. Carmen se molesta por la actitud de su
hijo.
Ya
no eres un niño, Santiago, apúrate a desayunar porque te va a dejar el camión.
Él se sienta y responde lacónico: Ya voy, mamá; estaba guardando mis cosas.
Carmen se sienta frente a él y observa cómo toma mal el cubierto; lo regaña.
Toma bien ese tenedor, así no se hace. Santiago recompone su manera y permanece
en silencio. Silencio. Silencio que rompe nuevamente Carmen diciendo: Eso te
pasa por no guardar tus cosas ayer; en lugar de salir con esa niña… – ¿cómo se
llama? ¿María?–, debiste arreglar tu mochila; ya no te voy a dar permiso de
salir entre semana, eh, apúrate. Se levanta, camina hacia la estufa para girar
la perilla y apagar la lumbre; toma el cazo con un trapo húmedo porque está
caliente; vierte el agua en una taza; busca el café soluble.
Sólo
hasta este momento, Santiago levanta la vista y ve cómo su madre prepara su
café; él toma la leche que ya se enfrió. Mientras Carmen busca el café, Santiago
trata de ayudarla a buscar escrutando con la mirada todo lo que hay sobre la
barra de la cocina: el salero, los cascarones vacíos, el cuchillo con el que
Carmen cortó en cuadritos el jamón, la azucarera, la fruta dentro de la
canasta; pero no está el frasco del café soluble. Santiago vuelve a bajar la
vista cuando su madre voltea y grita: Quién agarró el café, Santiago. No sé,
mamá, contesta al tiempo que ingiere el último bocado del huevo con jamón que
Carmen preparó; se levanta rápidamente y sale de la cocina hacia el baño para
lavarse los dientes antes de partir a la escuela.
Carmen
permanece en la cocina y se recarga, exacerbada, cerca de donde están los
trastes sucios; ni ella ni Santiago han lavado los trastes en dos días y el
fregadero está vomitando. Todo esto la encoleriza aún más, pero se da cuenta de
que hay algo extraño entre los platos y cubiertos sucios: un pincel de abanico
con las cerdas teñidas de un color café imposible. Toma el pincel, lo maldice y lo deja caer de
nuevo en el fregadero; ve próximas a la puerta la mochila y la cartulina
doblada; se dirige hacia allí; desdobla la cartulina y se encuentra con un
cartel pintado todo de café, y en otro tono del mismo color, una frase:
“Mariana, ¿quieres ser mi novia?”. Rápidamente dobla la cartulina y la vuelve a
poner junto a la mochila. Se escuchan los pasos de Santiago bajando las
escaleras.
Ya
me voy a la escuela, mamá, dice Santiago mirando al suelo; y añade: Puedo
quedarme a jugar fútbol una hora más después de la escuela, te juro que regreso
antes de la comida. Carmen sabe que Santiago está mintiendo, que no irá a jugar
fútbol; pero no dice nada. Silencio. También sabe que mintió sobre el café
soluble que nunca encontró. Silencio. Santiago no se atreve a mirar a los ojos
a su madre porque él sabe que le está mintiendo; está nervioso y no sabe qué
hacer. Espera a que su madre le dé una respuesta, mas no la hay. Es un momento
incómodo; Santiago no quiere revelar su secreto, así que sigue esperando que
Carmen diga algo, mientras ve, al fondo, en el frutero, una mandarina que es
anaranjada como la inquietud por el frasco de café, como la respuesta de su
madre y de Mariana, como la espera de Santiago.
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