Música

domingo, 10 de junio de 2012

MI PRIMERA VEZ


Fue en una fiesta. A la mayoría de los hombres les ocurre en una fiesta, casi al final de ellas; también suele acaecerles a las mujeres. Mi caso no fue la excepción, aunque cabe aclarar que yo no sabía lo que iba a suceder; me había vestido como cualquier otro día: mezclilla, camiseta y zapatos. Quizás nadie se prepara y se viste de manera adecuada para esa primera vez, salvo el festejado, cuyo regalo tal vez sea esa inicial ocasión.
            Sí, sucede en una fiesta y de manera inesperada, pero desde niños somos instruidos –al menos en México– para reaccionar ante la anhelada situación. Primero son los padres quienes explican en qué consiste; luego, las madres que nos encomian; después, los amigos que alientan y participan en esas experiencias personales casi con la misma euforia del que las vive. Y así me sucedió.
            Decía yo que estaba en una fiesta vestido casualmente y sin idea sobre lo que vendría. La ropa me raspaba, sobre todo la mezclilla. Siempre odié la mezclilla, era incómoda. Esa vez el atuendo que llevaba puesto me había irritado hasta la conciencia, y llegué a envidiar a las niñas que, desde entonces, ya usaban sus vestiditos muy coquetos; les llegaban a las rodillas y tenían las piernas libres, sin una tela áspera que les vejase su lozana piel. Y yo me preguntaba el porqué. Tiempo después conocería la respuesta.
            México es un país de folclor y urbanismo, de tierra y asfalto, de nopal y comida rápida; una nación constituida por innumerables antítesis y –al mismo tiempo, paradójicamente– por una espléndida simbiosis de éstas. Pero hay un ámbito en el que esta simbiosis nunca ha sido vigente: la idiosincrasia del mexicano: México es un país de machos y para machos. 
            De vuelta a la narración de la fiesta; yo estaba irritado por el escozor de la mezclilla y necesitaba descargar todo el rencor que hasta ese tiempo había contenido. En aquel momento, apareció ella. Brillante. Atractiva. Lista para recibir mis embates. No tuve que dar rodeos parar acercarme, me dirigí hacia ella. Esperé un instante más, la observé por última vez antes de arremeter contra ella. Todavía colgaban de su cuerpo esas cintas de colores que más tarde le quitaría, y ella estaría mostrándose casi desnuda frente a mí.  Estaba enfurecido o eufórico, no lo sé. Me reconocí más cerca de ella; mi deseo llegó a su límite: verla tendida en el piso, sin gracia, hecha pedazos, rota. Entonces la golpeé una y otra vez rápidamente con todas mis fuerzas.
            Es cierto, todavía era un niño, pero ya tenía el ímpetu necesario y la fuerza suficiente para hacerlo. No tomó más de treinta segundos para acabar con ella –aunado a que otros ya le habían pegado–: al tercer golpe, se rompió. La vi deshaciéndose, quedé estupefacto. Los demás niños se abalanzaron a recoger las paletas, los chicles, los caramelos, las mandarinas, los cacahuates, las cañas; y en el suelo sólo quedaron algunas cáscaras de cacahuate y los listones de colores que hace tres minutos colgaban de ella.
            Me gustó; me importó poco no conseguir dulces, quedé satisfecho con aquella sensación de la primera vez. Ahora, en cada fiesta, espero el momento de volverlo a hacer.  

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