“Observad
con atención el comportamiento de esa gente:
encontradlo extraño, aunque no desconocido,
inexplicable, aunque corriente,
incomprensible, aunque sea la regla.”
Bertolt Brecht
encontradlo extraño, aunque no desconocido,
inexplicable, aunque corriente,
incomprensible, aunque sea la regla.”
Bertolt Brecht
Tú serás la mamá. Despertarás temprano para hacer el
desayuno a las hijas y las llevarás a la escuela en auto; irás al supermercado
a comprar lo necesario para la despensa semanal; te detendrás dos minutos
frente al aparador de la zapatería, que está en el camino de regreso al auto, y
contemplarás las botas de piel que te gustaría comprar o que te las regalaran
el día de tu cumpleaños. Regresarás a casa y prenderás la televisión; verás el
programa matutino de espectáculos (donde comentarán y analizarán lo sucedido en
el capítulo de la telenovela con más rating
de la noche anterior) mientras preparas la comida para la tarde. Antes del
mediodía saldrás nuevamente de la casa; te dirigirás hacia el club deportivo
(donde tomarás tus clases de spinning
y yoga) y, posteriormente, te encontrarás en el café con las amigas que has
hecho en el club para platicar de hijos, esposos, amantes, sociedad y cultura,
etcétera. Pasarán las horas. Irás por tus hijas a sus respectivos colegios y
les preguntarás cómo estuvo su día, qué tareas tienen y por qué ensuciaron su
uniforme; llegarás a la casa y ordenarás que cada una de las hijas arregle su
cuarto antes de bajar a comer. Calentarás la comida, pondrás la mesa, servirás
los platos, se enfriará la sopa, bajarán las hijas y te enojarás con ellas; te
frustrarás porque el niño que has designado como esposo no llega a tiempo para
comer.
Ahora tú
vas a ser el papá. Serás el primero en despertar y tendrás como primera tarea
despertar al resto de la familia para que a nadie se le haga tarde. Te bañarás
en cinco minutos para compensar la media hora que se tarda la mujer en la
regadera; tratarás de vestirte rápidamente, pero no podrá ser así porque tu
camisa no está planchada; exclamarás y se escuchará en toda la casa la queja
que harás cuando veas a la señora que ayuda en el hogar a hacer la limpieza.
Después de quince minutos de retraso, bajarás las escaleras furioso y con la
corbata mal puesta. Tú no desayunarás. Llegarás a la puerta principal y
justamente cuando intentes tomar las llaves del auto, recordarás que es de
color rosa metálico, que no podrás ir en él a la oficina, así que apresurarás
el paso para llegar a la parada del autobús y arribar tarde al trabajo. Estarás
sentado frente a un escritorio sin hacer nada hasta que sea la hora de la
comida y alguien recuerde que tú también tienes que regresar a la casa para
comer; pero nadie lo hará hasta después de un tiempo, te quedarás olvidado en
el lejano buró que se ha designado por consenso como la oficina donde
trabajarías.
Mejor,
serás la hija. Te despertarán al último porque eres quien necesita más horas de
sueño y menos de vigilia. Tardarás poco más de medio siglo en vestirte y
arreglarte para ir a la escuela. Finalmente bajarás a desayunar; tomarás la
leche fría y el plato de cereal sin fruta que con tanto amor te han preparado.
Te llevarán cómodamente en el auto hasta la puerta del colegio mientras
escuchas durante todo el trayecto la música que sale de los audífonos y choca
contra tus oídos. Te darán las clases
más aburridas toda la mañana hasta el mediodía, cuando, al fin, podrás seguir
platicando con tus amigas de esos temas que sólo les interesan a las chicas del
mañana. Quedarás en verlas después de la merienda en el centro comercial; allí
caminarán a lo largo de todas las tiendas departamentales –deteniéndose en cada
mostrador para escrutar cuál es la tendencia en la ropa de la estación en
turno; también sopesarás la cantidad de maquillaje que usan tus amigas y la
compararás con la que tú usas, pues se te hará extraño que algunas chicas como
tú –de edad incalculable– puedan usar más plastas de colores, así que les
pedirás que te den su consejo para maquillarse bien y, posteriormente, para
vestirse bien. Nunca regresarás a casa porque la vida es mejor en el centro
comercial y porque allí seguirá el juego hasta el fin de los tiempos, o hasta
que tu padre o madre te pida, por favor, que dejes de jugar y te prepares para
bañarte, cenar y dormir, ya que al día siguiente tendrás que ir a la escuela.
(No, no puedes ser el hijo porque no hay
muñecos para que las niñas jueguen a ser el hijo; eso concierne a los niños:
ellos juegan con figuras de acción, no con muñecos dentro de una casa de
plástico rosa).
Pero también puedes jugar a ser la policía;
no te gustará serlo porque tendrás que perseguir al ladrón sin fundamentos;
correrás y correrás tras él durante mucho tiempo y pocas veces lograrás
alcanzarlo. Cuando lo logres, podrás convertirte en el ladrón: huirás de la
policía porque así lo dicta el juego, porque un ladrón siempre huye, siempre se
escabulle, se escapa. Correrás y te
cansarás de hacerlo, pero seguirás andando porque el ladrón, el maleante, en el
juego, nunca va a encontrar justo que, después de ser el perseguido, se
convierta en el perseguidor como castigo, porque así –dialécticamente– funciona
la Ley en el juego, porque si no persigues, eres perseguido, porque si no
oprimes, eres oprimido, y así hasta el infinito.
Dejarás
de jugar cuando lo creas conveniente, cuando todos los juegos infantiles dejen
de ser un simulacro de la realidad y tropiecen con ésta, pues, efectivamente,
los juegos que juegas ya no te prepararán para la vida adulta –en el peor de
los casos, te predispondrán para que tu vida no sea un juego; y tú, cuando seas
grande, intentarás jugar a la realidad
como cuando fuiste niño alguna vez.
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