Música

martes, 17 de julio de 2012

HISTORIA DE UNA VIDA

Ninguno de ellos sabe cómo llegó hasta allí — ¿realmente alguien sabe cómo llegó a este mundo?—, solo, de repente, un día, están. Y las cosas no vuelven a ser lo mismo. 

    Nacen, existen con una supuesta identidad incorruptible (no hablemos de personalidad porque ya nadie sabe lo que eso significa): su color es variopinto; los hay de diferentes tamaños y texturas. Algunos piensan que se fabrican en serie como los seres humanos. Desde entonces está presente la idea del alma gemela: son el uno para el otro. Es como un matrimonio. Aunque en sus inicios están juntos, al final del día quién sabe. 

     De pronto están ya en casa esperando el momento en que puedan ser felices viajando siempre juntos, lado a lado; se piensan vivos disfrutando cada instante: en la mañana al despertar bajo las cobijas; bajando a desayunar envueltos en las pantuflas más suaves. Y después se ponen en los zapatos de uno. Al menos lo intentan. 

       Pasa un día o dos o tres, máximo. 

    Entonces viene la prueba de fuego. Mejor dicho de agua, de lavado delicado, de centrifugado extra. Es como el destino o cualquiera de sus sinónimos y acepciones: ineludible. 

     Es cierto que ya estaban un poco sucios, cada vez más desgastados, más arrugados; pero estaban juntos. El ciclo de la vida es así: los une para un día separarlos. Y vaya a saber dios si vuelven a estar juntos: el ciclo de lavado es así. Llegan no saben cómo al recipiente cilíndrico donde la temperatura es metálica. Y un mar de dudas comienza a inundarlos. (No son los únicos, otras prendas tienen el mismo destino) Los absorbe la incertidumbre. Por si no fuera ya suficiente, la analogía de la rueda de la fortuna se hace presente. Empieza a sacudirse, gira su suerte. A veces arriba, a veces abajo. Y se pierde la noción del tiempo. 

     Allí, en la lavadora, se liman asperezas, se redimen los pecados cometidos, se purgan las penas, se ahogan las tristezas, se purifican las almas y los calcetines. Es, pues, un ciclo de lavado. El agua y el jabón quitan manchas, disuelven angustias; todo debe salir impecable, impoluto. No siempre es así. 

     En ocasiones se olvida a la pareja de calcetines que cándidamente se introdujo en las fauces de la vida. Nada vuelve a ser igual. 

     Algunos calcetines pierden su par, su igual (su alma gemela, dirían los humanos). Unos pocos logran sobrevivir a los duros embates de la lavadora y salen limpios, victoriosos; mientras que el resto pierde la batalla contra las adversidades y sucumbe. Unos salen por la puerta grande (de la lavadora), otros nunca vuelven a ver la luz del día. 

     ¿Y qué pasa entonces con esos calcetines que no salieron nunca de la lavadora? ¿Se fueron a un más allá, aún más allá, aun más allá de nuestro sentido de la percepción? No, no es tan sublime (y mucho menos estoico) su desenlace. Ni siquiera en el limbo podrían encontrarse. Están, se quedan afligidos y estrujados y tal vez deshilachados en la bomba de agua, en ese puente colgante entre afuera y adentro, entre la tina y el tubo de desagüe. Hasta que un técnico especializado en lavadoras, que aquí funge como salvavidas, logra liberarlo, hacerlo a un lado porque, para entonces, ya habrá estropeado el curso natural de las cosas, de la vida, y el ciclo de la lavadora —porque resultó ser un estorbo. Se habrá convertido en un retazo de tela percudido o deslavado. La dificultad de la situación lo habrá desteñido. 

     Así de trágica es la vida de los calcetines. Lo malo es que ellos no lo saben. Lo peor es que, aunque llegaran a saberlo, se quedarán como hasta ahora.

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