“Y el miedo no es otra cosa
que el abandono de los recursos de la razón:
[cuanto menor es la propia confianza,
mayor parece la causa desconocida del tormento].”
(Sb 17,12)
El miedo ha acompañado al hombre toda su historia: es intrínseco a éste de la misma manera que lo es la razón: desde el miedo a la naturaleza y los fenómenos meteorológicos, hasta el miedo por las armas nucleares. En el ámbito literario, el miedo ha sido el motivo –el motor– por excelencia: mitos cruentos sobre dioses y titanes, leyendas fatídicas, tragedias destinadas a lo irrefrenable (sic); todo esto a falta de razón para explicar la realidad. Es así como surge la ficción: como un remedio al temor de lo incomprensible. Lo anterior no se limita únicamente al terreno ontológico, igualmente existe el miedo y la ausencia de respuestas en otro campo quizás menos denso que el filosófico –y que la literatura aborda de singular manera: el amor. Las historias de amor más famosas no tratan precisamente del triunfo del amor, sino de la pérdida del mismo, o del miedo a perderlo (v. gr., Orfeo, Romeo y Julieta, Cumbres Borrascosas). Y habrá que caer en cuenta que esto no sólo es vigente en la literatura amatoria, ya que también existe el miedo a la vida, a la muerte, a la injusticia, a la usurpación del poder, etcétera; lo que ha arrojado innumerables opúsculos referentes al temor y a la falta de respuestas, de razón para explicar todo lo que sucede afuera y adentro de los párpados.
Febrero de 2012
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