Música

martes, 11 de diciembre de 2012

CASCOS AZULES




Desperté por los alardes que hacía mamá en la casa; se esfumó aquella pesadumbre sobre mis párpados. Pude observar la exaltación de mamá porque gritaba al unísono de la gente en la calle y que, al mismo tiempo, quedaba opacada por el estrepitoso sonido de las explosiones. 

— ¡Rápido! ¡Levántate! ¡Están muy cerca! 

En ese instante escuchamos el azote de la puerta y alguien corrió hacia nosotras. 

—Budur, toma a tu hija, nos vamos de aquí. 

Era Assef, mi tío, siempre se mostraba inmutable y seguro. Era fuerte y podía tirar a un soldado con una mano, ¿qué era una puerta para él? 



II 

El reloj marca las 7 a.m., las noticias de la televisión muestran imágenes de guerras que Ms. Bradley no reconoce; el volumen del televisor es bajo y no es posible escuchar a los presentadores. 

El olor del café recién hecho se eleva hasta su delgada nariz; como cada mañana, esto le recuerda lo rutinaria que es su vida: tráfico, comidas frías, cajetillas de cigarros, madres desoladas en busca de consuelo, niños que quieren ser felices; pero es esa tranquilidad la que le ha traído hasta allí, hasta su departamento en Santa Barbara, California, pues a fin de cuentas todos buscan un poco de paz en un mundo gobernado por la guerra. 

Ms. Bradley llega al albergue y, antes de entrar, observa el edificio que puede confundirse con cualquier otro, menos con un albergue infantil. Apenas cruza las puertas de cristal templado y observa algunas enfermeras fumando (no siempre tabaco) enfrente de los niños huérfanos que esperan a sus tutores para realizar las actividades del día: rehabilitación física (si es necesaria), estimulación de los sentidos y de la creatividad a través de juegos y dibujos, terapia psicológica, las comidas del día, la siesta (si se trata todavía de pacientes en etapa maternal), el aseo personal, la hora de la recreación libre y, al final del día, la despedida. Allí, sin embargo, los hedores del tabaco, de las heces en los baños que no se limpian cuando es preciso —porque el presupuesto del hospital no alcanza para contratar personal de limpieza—, y de la soledad se mezclan, parece una ofensa a los sentidos, eso explica por qué los niños no paran de llorar y abrazan con fuerza tristes pedazos de plástico (o cualquier objeto que se pueda abrazar) cuando acaba el día y los tutores se retiran del lugar; esos niños buscan un consuelo. Para Ms. Bradley, es algo realmente desagradable, doloroso, y familiar. 



III 

Sentía la tierra bajo mis pies. Veía a lo lejos una construcción de lámina: era la casa que desalojamos cuando ocurrió el primer ataque; me apresuré para alcanzar la entrada y busqué mi muñeca de plástico, pues ella me daba la seguridad necesaria para volver a salir y jugar con los demás niños, también para enfrentar la realidad. 

En el momento que salía de mi antigua casa, escuché de nuevo aquellos ruidos terribles que marcaron toda mi infancia. El sonido de la muerte inmediata y fría. Desde el refugio, al otro lado de la colina, nos llamaron: debíamos regresar. Cuando entramos, nos pusieron debajo de las camas que habían improvisado los adultos. Madres con manos temblorosas cortaban los cabellos de niños y niñas por igual, mientras, entre lágrimas y suspiros, decían sus oraciones y nos obligaban a repetirlas. 

Nunca entendí por qué nos cortaron el cabello, hasta años después. Lo único que me importaba era regresar por mi muñeca que se me había caído de las manos cuando corríamos hacia la guarida. Era una muestra de egoísmo, claro que yo no lo veía así, sólo quería salir por mi muñeca para continuar jugando dentro del refugio. Era solo una niña. 



IV 

En la tarde Ms. Bradley se ocupa en arreglar los papeles de Yalil, el niño huérfano del que se ha encargado por dos años en el albergue infantil. Finalmente una familia norteamericana ha decidido adoptarlo. Ms. Bradley le guarda mucho cariño y le duele que se vaya, pero sabe que es lo mejor para él porque así ya no sufrirá allí, con los demás niños y con ella; porque, después de todo, comparten el mismo dolor. 




(Cuando me separaron de mi madre supe lo que quería hacer el resto de mi vida.) 

Entraron violentamente los soldados al refugio, la puerta no resistió. Nosotros, los niños, estábamos escondidos debajo de las camas; algunos empezaron a llorar cuando vieron cómo aquellos hombres malos, después de asesinar a los pocos varones que resguardaban el lugar, abusaban de las mujeres que, débilmente, se defendían. Nos descubrieron y nos gritaron para que saliéramos del escondite. Estábamos asustados, no sabíamos lo que iba a pasar. 

Se llevaron a todas las mujeres, incluso a mamá que se resistía, pero todo su esfuerzo fue inútil. Entre los niños, todos con el mismo corte de cabello al ras, estábamos además dos niñas, Ziba y yo, pero sus pechitos (que ya se notaban) la delataron. Se la llevaron también. 



VI 

Antes de que acabe el día, ya está listo el trámite para que Yalil deje el centro infantil, para que una nueva pareja de gringos (que no ha podido tener hijos porque su alimentación sintética ha alterado su organismo al grado que uno de ellos quedó estéril) se lo lleve y cuide de él, para que su nueva familia le dé, además de un apellido y una supuesta identidad, la esperanza de una vida mejor que la guerra ha borrado de su memoria, así como sucede con todos esos niños sobrevivientes que se quedan huérfanos debido a los estragos de la guerra. Solamente falta que se firme el oficio para la adopción. 

— Gracias por todo, Jadiyha, nosotros cuidaremos de Yalil como si fuera realmente nuestro hijo; ya tenemos la habitación en casa lista para su llegada: le va a encantar: tiene un hermoso tapiz juvenil en las paredes, el piso alfombrado, el edredón más arropador en la cama más suave, la cómoda y la mesita de noche son de la madera más fina; y lo mejor es que tiene un televisor de cuarenta pulgadas con acceso a la programación infantil y juvenil más variada porque hemos decidido contratar la televisión de paga... –dice Mrs. Johnson mientras imprime su firma en el papel. 

— De nada —contesta lacónica Ms. Bradley. 

Termina el proceso de adopción y desde su oficina, en el segundo piso, ve a la nueva familia subir a su auto y partir hacia su hogar. Ms. Bradley está, de nuevo, sola. 







VII 

Nos encontrábamos solos. Nuestro refugio estaba destruido, por lo que decidimos tomar los víveres que quedaban y salir a buscar ayuda, acercarnos a la civilización guiados por los pocos niños que sabían (o creían saber) el camino para llegar a la ciudad. 

La manada de huérfanos estaba conformada por puros niños y yo era la única niña que los acompañaba. El niño más pequeño lloraba porque tenía hambre y porque quería a su mamá de regreso y porque el pañal de tela que llevaba puesto estaba cagado y porque estaba cansado de andar; y yo lo consolé: le di mi muñeca de plástico para que se callara y nos dejara seguir en silencio nuestro camino hacia la perdición. 



VIII 

Regresa a casa y Ms. Bradley prende el televisor. Prepara algo de cenar mientras escucha el noticiero de la noche. La guerra continúa en Medio Oriente, pero esa ya no es su guerra, por eso no reconoció las imágenes de la mañana. Los bombardeos siguen a la orden del día. Seguramente cientos de niños quedarán huérfanos y llegará a ella otro Yalil enviado por la UNICEF a este lado del mundo. Ms. Bradley lo esperará desde mañana. 



IX 

Llevábamos un buen tramo recorrido cuando nuevamente se escucharon disparos muy cerca de donde andábamos. De pronto empezamos a ver gente aglomerándose y que corría hacia nosotros tratando de salvarse de los disparos y de las granadas. 

Yo estaba muy cansada y no había probado alimento ya que se lo había dado al niño pequeño que lloraba porque tenía hambre y con su ración no se había saciado. Estaba pálida y languidecía, estaba a punto de desmayarme cuando el ruido de la explosión se hizo tan fuerte que devoró los sollozos de la gente y el llanto del niño llorón que caía a mi lado. Cuerpos (no precisamente celestes) cubrían el cielo y gotas de silencio carmesí mojaban mi rostro. 

Algo trataba de desprenderse de mi cuerpo, lo sentía despegarse poco a poco. Llegó un punto en el que la esperanza que habitaba en mi alma logró desprenderse de mí y salir dolorosamente a través de mis ojos. El dolor líquido corrió por mi cuerpo y se escapó de mis manos; no pude retenerlo, me oprimía el corazón. El olor también se expandió, se llevó al aire todos mis recuerdos hasta convertirlos en una nube de polvo, polvo capaz de hacer renacer la esperanza. 

Se fue. No vi cuando se fue. Sólo empecé a sentir su ausencia cuando me desvanecía, y ese nuevo vacío me hizo despertar y gritar de dolor. 

Entonces vi cascos azules.

17 julio 2012

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