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miércoles, 17 de agosto de 2011

EL QUE RÍE AL ÚLTIMO ES UN AGELASTA O LA MUERTE


Boom. Boom. Zigzag. Crack.

Su vida era cúbica y amarilla. Conocía perfectamente los vértices de su existencia, lo que le había llevado a mesurarse de acuerdo a los teoremas que la regían porque cuando se alejaba de las aristas buscando – inconsciente – el centro de su existencia dentro de aquél cubo de cuatro dimensiones, se perdía.
            Es cierto, sus días y noches se coloreaban de amarillo con matices rojos algunas veces, otras que tendían al verde, pero la mayoría del tiempo – si  éste existía – se trataban de colores diáfanos.
            La base de este cubo, donde residían todas sus sombras, dejaba entrever la duda de su esencia: recuerdos indeseables y las más aciagas perturbaciones solían elevarse como vapores hediondos desde ahí, hasta alcanzar el baricentro donde se concentraban todas las idiosincrasias de aquella existencia, haciendo que éstas quedaran empañadas y tristemente irreconocibles tanto endoantroposcópica como exoantroposcópicamente. En cambio, para mí todo era claridad.
           
Horas sin tiempo revoloteaban el archipiélago de soledades donde los poetas habían enterrado sus más epicúreos versos para quienes estuviesen exentos de prejuicios endógenos y exógenos, y dispuestos a corromper su existencia ante la claridad  que aquellas palabras inéditas pudiera otorgar para resolver los más desconsoladores enigmas de la vida humana.
            Allí ya habían llegado Villaurrutia, Cuesta, entre otros; sus huellas, como si hubieran sido plasmadas en la superficie de la Luna, permanecían intactas y listas para que alguien como yo las siguiera a fin de desenterrar versadas concupiscencias que donaran un concepto alternativo de la irrealidad donde cohabitan seres y enseres superfluos junto con vidas lacónicas y  fulgurantes.
             Mientras avanzaba, palabras tendidas sobre el tiempo amarilleaban aún más ese paisaje. Apenas alcanzaba a vislumbrar los pequeños arbustos floridos que raramente también daban frutos: rimas aconsonantadas y soliloquios escritos. Percibía  el rumor de la marea que subía.

Seguía la vida cúbica y amarilla oscilando entre la síntesis y antítesis de sus vivencias banales – aunado el vaho de recuerdos indeseables –,  lo cual desataba todas las fuerzas centrípetas  que en aquel proceso isocórico se antojaban como el aumento de presión y temperatura, ofuscando la simple esencia de la voluble existencia.
            Para liberarse del continuo tormento, necesitó rasgar uno de sus lados diáfanos para  eximirse de diarreicas vicisitudes que tan solo carcomerían por dentro su abigarrada necedad de ser. No daba pie a otra solución, ni  moral, ni filosófica: no tenía razón de existir; si creyera que su Dios es a su imagen y semejanza, sería tan delicado como una mujer.
            Sin embargo, le he salvado la vida sin que se diera cuenta. Pero de la misma manera que le he salvado se la he robado, no obstante que ya me pertenecía. Su vida, aunque la tiene, no es suya; su muerte, aunque suya, no la tiene. Yo se la daré, al igual que he hecho con la vida.

El día declinaba y a sazón de encontrarme ante esa infinidad de palabras, un malestar verborreico llenaba poco a poco mi ser y  los vericuetos de mi sombra. En esa playa de palabras deseaba encontrarme de frente con las palabras agua o manantial para sorberlas e intentar apagar esta sed lacerante de esperanza que antaño solía saciar en las fiestas bacanales culminando con efluvios espermáticos. Pero esta vez se presentó un indecente bip al unísono que los últimos rayos de luz anunciaban la llegada de la noche. Y esa noche dormí molesto y sediento.
            El incesante bip terminó por arrullar mi sed y mi disgusto hasta que despuntó el sol y me di cuenta que a mi lado se encontraba un recipiente cristalino que hacía arder todo aquello que se interpusiera entre él y la arena.
            Andando un largo trecho encontré una fuente de la cual brotaba agua disfórica. No lo supe hasta que quise alcanzar el recipiente para llenarlo de agua y éste no la guardó porque tenía una fisura en uno de sus lados; insistía en tomar de aquella agua y lo intenté a dos manos, pero el simple contacto con el agua provocó que mi piel se erizara.
            Desistí  al intento de beber agua químicamente pura, en su defecto, potable; y tuve que aprender a sorber el néctar de las palabras ambrosía o cítrico, y a saborear el recuerdo de glucosa, sacarosa, y fructosa para sobrevivir en el archipiélago de soledades y de voces profanas. 

Entonces ocurrió que  la existencia, esclava de sus genes, se sumergió en esa solución acuosa que hacía las veces de agua disfórica que encontré y no pude beber. Al salir del agua ya era una existencia inocua: un cubo amarillo de mierda, un cubo de mierda amarilla. Es lo mismo.
            Como siempre uno se termina encariñando con las nimiedades del universo, no lograba deshacerme de ella, finalmente yo la había creado, la había salvado, era mía. Pero la omnipotencia del Ser sempiterno no podía envilecer a tal grado de querer perpetuar una vida anodina.
            Mientras el destino irresoluto del refulgente cubo – sí, se adivinaba radiante y no diáfano como anteriormente lo hacía – todavía estaba lleno de ignominias etéreas, sobrevino un incidente: los grifos del acuoso tormento, provenientes de una chispa de la lucidez del cubo, se abrieron y una solución clorhídrica corroyó la cúbica existencia. Ahora se antojaba como un cuerpo informe. Yo estaba empecinado en quererle salvar; pero mi trabajo era, en efecto, dejar que ardiera esa existencia ávida de neo aventuras.
            Una vez derruida gran parte de ese fútil cubo amarillo, comenzó a apropiarse de quiméricas estructuras que suplantaron su fondo y forma deviniendo en apabullantes diatribas lingüísticas.

Encontré pronto otro uso para el recipiente que se había opacado en el transcurso de la noche: recolectar palabras y depositarlas ahí para posteriormente gozar de sus inaudibles gritos que embriagarían a cualquier mortal – ¡Qué iba yo  a saber que alguien más ya había estado allí y se había robado esas palabras sordas!
            Enajenado por la sed y el encono, pululaba sin dirección con mi caja de luz opaca arrastrando la gran estela de palabras dóciles que había podido tomar de las dunas indomables. Todo ese tiempo nunca tuve la oportunidad de sonreír, ahora menos: tenía los síntomas de un agelasta.

Era cierta la teoría de la entropía – donde todo tiende al desorden, al caos –, pero ese engendro amarillo al asomarse al abismo de la nada  arrostró a los fantasmas que nublaban su visión y se abrazó del simiente de la creación, por lo que devino en lo que – en otros lugares, no aquí – se llama masterpiece.
            Si tuviera una boca, se adivinaría un esbozo de sonrisa soberbia puesto que, postreramente, había vencido la ubicuidad de las leyes de la física y la química: transgredió en un universo inasequible donde todo se antojaba emético excepto las partículas que arrojó la pedante existencia ambarina en forma de palabras.       

Sí, agelasta. Rabelais ya sabía desde entonces que yo encajaría perfecto en su dilucidación. Y como si no fuera suficiente, mi tedio aumentó al afrontarme con Jorge, Nacho y Ricardo, los que hurtaron varias palabras de mi caja amarilla la noche previa en que yo descubrí los síntomas de agelasta. Estaba  sulfurado y con una nueva sonrisa rota porque lo único que restaba dentro de la caja eran palabras inertes:
Ufano, arcano, profano, ignominia, empecinar, diatribas,  ávido, precaria, emético, apabullante, vicisitud, arrostrar, empero, sulfurar, derruido, simiente, encono, grandilocuente.
            ¡¿Qué iba a hacer yo con semejante palabrerío?! Pues nada, llorar. A menos que… El sabor de la nada me proporcionó un momento de lucidez precaria: las pocas palabras que permanecían dentro de la caja amarilla empecé  a entretejer sin apurar cuál sería el resultado; empero, ulteriormente, vislumbré que era una vela o hacía las veces de ésta, por lo que figuré que a partir de ese momento podía zarpar en cualquier dirección sin reparar en los abismos del universo pues finalmente tenía autonomía suficiente para deslumbrar  y sonreír con soberbia.

El sabor de la nada había proporcionado un momento de lucidez precaria: las pocas palabras que permanecían dentro del cubo amarillo empezaron a entretejerse sin apurar cuál sería el resultado; empero, ulteriormente, se vislumbró que era una vela o hacía las veces de ésta, por lo que a partir de ese momento podía partir en cualquier dirección sin reparar en los abismos del universo pues finalmente tenía autonomía suficiente para deslumbrar y sonreír con soberbia.

02 mayo 2011

sábado, 14 de mayo de 2011

ESTRÉS

Todo comienza en uno mismo y entra por la vista ante la negativa del progreso. Poco a poco los demás sentidos perciben el nulo avance de las cosas: el ruido penetra hasta lo más profundo, después de los tres huesecillos y los decibelios rebasan el cero; el aroma del estancamiento es de podredumbre pues el humor que se despide en este tipo de situaciones es peculiar; la sutileza del tacto se vuelve frenética: nada exime al volante de su incapacidad de disolver el embotellamiento, es cuando tus manos golpetean la circunferencia y el centro del mismo, produciendo un rugido estrepitoso. Y todo sabe amargo.

Enseguida: un silencio prolongado, hasta que se vuelve asunto de dos, pues uno mismo se ha encargado de transmitir esa irritante percepción de la realidad al prójimo a través de la emisión de fonemas que en conjunto execran con palabras para la ocasión, o con abducciones de alguno de los brazos, incluso con complejas miradas altivas que muestran inconformidad.

Pero de dos, es tres. Estrés. Y el tercero no hace más por acabar con la incertidumbre del qué pasará allá adelante que no permite el avance de la vida de todos los que se encuentran en vehículos, estáticos. Será que el destino es caprichoso y sin compasión detiene ruedas e impulsos sin miramientos; o simplemente es su menester que el tráfico no fluya porque sabe que más allá la perdición es segura y algunos, como el tercero, lo ignoran.

Entre tanto ya son cuatro o cinco, pero sigue siendo estrés. Seis y siete: estrés. En minutos parece que el crecimiento ha sido exponencial, miras a través del espejo retrovisor y no encuentras mas que autos, y autos, y una moto que libra el tráfico detrás de ti. 

Un conductor miserable se interpone en el camino del motociclista y la enésima desgracia del día ocurre.

12 diciembre 2010

miércoles, 27 de abril de 2011

ROJO COMO LA SANGRE

–  Bienvenidos – dijo  Bianca al tiempo que buscaba una piedra o un pedazo de madera filosa para empalar al cazador y admirar la poca belleza que le quedaba después de tan cruento suceso.
            Las siete cosas negras emitieron sonidos violentos y encontraron el sitio perfecto para empalar al apuesto cazador. Éstos ayudaron a Bianca a empalarlo, pero al ser demasiado estúpidos terminaron por sacar la punta de la madera por detrás de la cabeza, desnucando al infame cazador cuya sangre estuvo fuera de su cuerpo antes de la medianoche.
            Bianca había saciado su sed y se dirigió de nuevo al castillo, donde la Bruja Reina aguardaba nerviosa al ver que el cazador no llegaba; sacó su espejo mágico y le preguntó:
            – Espejo ¿a quién ves? – masculló la Reina Bruja.
            – A todas las personas de éste reino, excepto a Bianca, mi señora.
            – ¿Puedes decirme dónde está el cazador con el que platiqué ayer?
            – Lo siento, mi señora, justo después de que llevaba a Bianca a través del negro bosque le he perdido el rastro; tal vez murió.
            La Reina Bruja se exaltó demasiado pero tuvo que esperar hasta el día siguiente para actuar, ya que su esposo, el Rey, le había dicho que durmiese en ese mismo momento, pues era muy tarde.
            – ¡Ha tratado de asesinarme! –  replicó Bianca a su padre cuando estaban solos.
            – No es posible querida, ella te ama como a una hija suya- se excusó el Rey- Anoche me explicó lo que sucede con las mujeres jóvenes y bellas como tú; no te preocupes, pronto encontraremos el hombre perfecto para ti.
            Furiosa Bianca, al notar la ingenuidad de su padre, optó por salir de aquella habitación diciendo palabras extrañas con tono maléfico.
            Al poco tiempo se desató una tormenta terrible. Las rosas blancas que cultivaba la Reina Bruja se ahogaron ante inmensa cantidad de agua. Todo estaba empapado, y hasta los siete arbustos negros habían obtenido una especie de vida aún más compleja de la que ya tenían. La oscuridad total gobernó aquella noche, la Luna también tenía miedo de lo que podía pasar y esperó a que el Sol llegara a encender los siniestros sucesos que ocurrían en el reino.
            Pasaron algunos días y la calma se había hecho presente en aquel lugar. Bianca ya ni siquiera se presentaba a la mesa, pues seguía enfadada con su padre y su odiosa segunda esposa.
            Unos exploradores encontraron por aquellos días al cazador empalado y empezaron a dudar de la inocencia de la Reina Bruja, pues según éstos, ella había tenido el último contacto con el cazador antes de su repentina muerte; acusaban a la Reina de brujería.
     ¡No pude cometer tan atroz acto!- exclamaba la Reina Bruja.
            Todo esto lo aprovechó Bianca para convencer a su padre de que hiciera un juicio público donde la gente decidiera el destino de la segunda madre de la joven pálida, con cabello negro y labios rojísimos.
            – Está bien, lo discutiremos hoy por la tarde-. Dijo el Rey ante los exploradores y todos aquellos presentes.
            El juicio comenzó en el crepúsculo, Bianca pudo estar allí, a un lado de su padre esperando que el veredicto fuera que mandaran a la Reina Bruja a la hoguera.
            – ¡Culpable! ¡Culpable! – gritaba la multitud y la situación se volvía cada instante más turbia, cosa que era excitante para Bianca, cuyos ojos reflejaban un fulgor escarlata como si se tratase de fuego lo que estaba viendo.
            La decisión fue unánime, el Rey y su candidez no podían hacer nada más que aceptar el destino que le aguardaba a su segunda esposa; se lamentaba pues siempre perdía el supuesto amor de sus esposas.
            Tomaron a la Reina Bruja presa y la llevaron a un costado de la Iglesia del reino, donde se podía escuchar el canto gregoriano de los ahí presentes, comenzando el ritual de excomunión de la Iglesia. Los ahí presentes fueron en busca de leña y únicamente encontraron madera seca de los arbustos negros, pues todos los demás árboles se hallaban frondosos por la inmensa lluvia que había caído días antes.
            Amarraron a un poste a la Reina Bruja y a su alrededor estaban cortados los arbustos negros que parecían inertes, pero la verdad era que aguardaban a ser encendidos para así poder lacerar con mayor intensidad a la madrastra de Bianca, por petición de esta última.
            ¡Fuego por doquier! Las columnas de humo negro se levantaban varios metros sobre el apagado cielo azulado. Bianca no podía dejar de ver el magnífico espectáculo que era el ver a su segunda madre quejándose y doliéndose, retorciéndose frente a ella.
            Esa noche en el castillo, Bianca encontró a su padre en su habitación desconsolado por la muerte de su esposa. La futura Reina le dijo al pobre viejo:
            – No os preocupéis, yo puedo daros algo mejor que mi segunda madre e incluso mi madre legítima.
            Lo abrazó y lo sostuvo en su regazo, se inclinó hacia él y comenzó a persuadirlo, sabía que él no se podría resistir, era semejante a su madre: cabello negro como la noche, piel blanca como la nieve, labios rojos como la sangre, pero más joven.
            En el acto, ella estaba extasiada por aquel día maravilloso al ver arder a la Reina Bruja y al saber que ahora el reino le pertenecía, solo alguien se atravesaba en su camino: su padre.
Ligeramente rodeó a su progenitor por el cuello y ágilmente encajó sus afilados dientes como ajugas, el Rey comenzó a estremecerse frenéticamente ya sobre el suelo. Bianca se deleitaba al ver tan sanguinario y sentimental suceso, lo que le llevaría a un éxtasis prolongado por días, meses, años.
Años más tarde se dijo que el Rey había muerto de soledad pues la muerte de su segunda esposa lo había menguado psicológicamente y no encontró otra salida más que el suicidio.
Los años siguientes fueron funestos para el reino maldito donde gobernaban los siete pecados capitales en honor a los siete arbustos enanos y negros que habían dado su existencia para hacer sufrir a la Reina Bruja.
Bianca fungió como reina, siempre encontraba algún motivo para asechar a los jóvenes de alcurnia y devorarlos fieramente en alguna tétrica noche, cuando el claro de Luna se cohibía ante lúgubres sucesos.

31 agosto 2009