En Teavana
tal vez no he visto nada
que irradie belleza per sé,
mas esta noche he visto
suficientes vaginas andar
-llevando su vaivén obscenamente
hasta el paroxismo-
y sin embargo, sólo una ha logrado
que levante mi cabeza.
(Mis ojos no mienten:
el piso es de madera.)
Quizás tu voz bobamente
estridente
ha ofuscado mi vista
para que no vea demás
nalgas ajenas.
A pesar de esto, sigo
escrutando otras pronunciadas
nalgas adheridas a las voces agudas.
(La dentadura del mísero caballo
que llevas por novio
se ve todavía peor
a un costado de tu sonrisa estúpidamente blanca.)
Ay, pequeños blandos senos,
olvidaba también que tus ojos
-que de la misma manera
se confunden con nada-
me parecen exultantes, deíficos
y verdes.
Girondo diría que le importa
un pito tu nariz, pero yo,
yo subrayo hasta el cansancio
que me gustan tus ojeras tristes,
tus mejillas más jugosas que la carne argentina,
el caracol irreconocible de tu oreja izquierda,
y hasta el grosor de tus labios,
que por tenerlos
regresaría su himen a todas las doncellas
que he desvirgado.
Mi cabeza y yo seguimos erectos,
y puede ser, también, que en todo
este tiempo no haya dicho
ni una puta verdad irrefutable.
(También que no haya visto nada.)
En cambio, muy en cambio,
sobre ti no ha pasado el tiempo
y me sigues pareciendo
-después de una hora
escuchándote decir puras pendejadas, puta madre-
hermosa.
Por último, a manera de despedida:
Perdón por saltar en tu tumbling.
12 noviembre 2011
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