Fue en una fiesta. A la mayoría de los hombres les
ocurre en una fiesta, casi al final de ellas; también suele acaecerles a las
mujeres. Mi caso no fue la excepción, aunque cabe aclarar que yo no sabía lo
que iba a suceder; me había vestido como cualquier otro día: mezclilla,
camiseta y zapatos. Quizás nadie se prepara y se viste de manera adecuada para
esa primera vez, salvo el festejado, cuyo regalo tal vez sea esa inicial
ocasión.
Sí,
sucede en una fiesta y de manera inesperada, pero desde niños somos instruidos
–al menos en México– para reaccionar ante la anhelada situación. Primero son
los padres quienes explican en qué consiste; luego, las madres que nos encomian;
después, los amigos que alientan y participan en esas experiencias personales
casi con la misma euforia del que las vive. Y así me sucedió.
Decía
yo que estaba en una fiesta vestido casualmente y sin idea sobre lo que vendría.
La ropa me raspaba, sobre todo la mezclilla. Siempre odié la mezclilla, era
incómoda. Esa vez el atuendo que llevaba puesto me había irritado hasta la
conciencia, y llegué a envidiar a las niñas que, desde entonces, ya usaban sus
vestiditos muy coquetos; les llegaban a las rodillas y tenían las piernas
libres, sin una tela áspera que les vejase su lozana piel. Y yo me preguntaba
el porqué. Tiempo después conocería la respuesta.
México
es un país de folclor y urbanismo, de tierra y asfalto, de nopal y comida
rápida; una nación constituida por innumerables antítesis y –al mismo tiempo,
paradójicamente– por una espléndida simbiosis de éstas. Pero hay un ámbito en
el que esta simbiosis nunca ha sido vigente: la idiosincrasia del mexicano:
México es un país de machos y para machos.
De
vuelta a la narración de la fiesta; yo estaba irritado por el escozor de la
mezclilla y necesitaba descargar todo el rencor que hasta ese tiempo había
contenido. En aquel momento, apareció ella. Brillante. Atractiva. Lista para
recibir mis embates. No tuve que dar rodeos parar acercarme, me dirigí hacia
ella. Esperé un instante más, la observé por última vez antes de arremeter
contra ella. Todavía colgaban de su cuerpo esas cintas de colores que más tarde
le quitaría, y ella estaría mostrándose casi desnuda frente a mí. Estaba enfurecido o eufórico, no lo sé. Me
reconocí más cerca de ella; mi deseo llegó a su límite: verla tendida en el
piso, sin gracia, hecha pedazos, rota. Entonces la golpeé una y otra vez
rápidamente con todas mis fuerzas.
Es
cierto, todavía era un niño, pero ya tenía el ímpetu necesario y la fuerza
suficiente para hacerlo. No tomó más de treinta segundos para acabar con ella
–aunado a que otros ya le habían pegado–: al tercer golpe, se rompió. La vi
deshaciéndose, quedé estupefacto. Los demás niños se abalanzaron a recoger las
paletas, los chicles, los caramelos, las mandarinas, los cacahuates, las cañas;
y en el suelo sólo quedaron algunas cáscaras de cacahuate y los listones de
colores que hace tres minutos colgaban de ella.
Me
gustó; me importó poco no conseguir dulces, quedé satisfecho con aquella
sensación de la primera vez. Ahora, en cada fiesta, espero el momento de
volverlo a hacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario